Largos insomnios vivió Cronos (Saturno), los ojos clavados en las tinieblas del mundo, en busca de una respuesta: ¿Cómo evitar que se cumpliese la terrible profecía de la madre Gaia (la Tierra). ¿Cómo impedir que uno de sus propios hijos le usurpase el trono?
Tras muchos planes y ardides, confusión y temor, la respuesta fulguró en medio de la noche. Cronos, de un salto, se irguió y corrió junto a Rea (también llamada Cibeles), su mujer. Pero no le dirigió palabra alguna. En silencio, tomó a su primer hijo, que acababa de nacer, y lo devoró. Fue el inicio de una larga rutina.
Otros niños dio a luz la pobre diosa. Sin embargo, no tuvo la alegría de arrullar a ninguno. Estaba cansada. Vivía sin felicidad. Necesitaba hallar una solución definitiva para salvar al hijo que ahora abrigaba en el vientre. Buscó pues a la sabia Gaia y, con su ayuda, trazó un plan.
Llegado el momento del parto, y eludiendo la inexorable vigilancia del marido, Rea se ocultó en una caverna distante, en los densos bosques de Creta. Allí vino Zeus (Júpiter) al mundo.
Cuando Gaia, la Madre Tierra, hubo acogido al niño en sus brazos, la diosa Rea retornó al hogar. Vibraba de alegría, pero también de miedo: el ardid tan cargado de esperanzas podía fallar.
El amor por el hijo, entretanto, calmó los recelos. Rea recogió del suelo una piedra, envolvió en gruesos pañales y se la entregó a Cronos, quien sin notar el engaño la ingirió rápidamente. Entonces la madre de Zeus suspiró aliviada.
Salvó a su hijo, pero selló la profecía: en un día próximo, el último retoño de Cronos tomaría las armas para dar término al sombrío reinado de su padre, el dios del Tiempo, que se come a sus propios hijos. Y se instalaría para siempre en el trono del mundo.
Tras muchos planes y ardides, confusión y temor, la respuesta fulguró en medio de la noche. Cronos, de un salto, se irguió y corrió junto a Rea (también llamada Cibeles), su mujer. Pero no le dirigió palabra alguna. En silencio, tomó a su primer hijo, que acababa de nacer, y lo devoró. Fue el inicio de una larga rutina.
Otros niños dio a luz la pobre diosa. Sin embargo, no tuvo la alegría de arrullar a ninguno. Estaba cansada. Vivía sin felicidad. Necesitaba hallar una solución definitiva para salvar al hijo que ahora abrigaba en el vientre. Buscó pues a la sabia Gaia y, con su ayuda, trazó un plan.
Llegado el momento del parto, y eludiendo la inexorable vigilancia del marido, Rea se ocultó en una caverna distante, en los densos bosques de Creta. Allí vino Zeus (Júpiter) al mundo.
Cuando Gaia, la Madre Tierra, hubo acogido al niño en sus brazos, la diosa Rea retornó al hogar. Vibraba de alegría, pero también de miedo: el ardid tan cargado de esperanzas podía fallar.
El amor por el hijo, entretanto, calmó los recelos. Rea recogió del suelo una piedra, envolvió en gruesos pañales y se la entregó a Cronos, quien sin notar el engaño la ingirió rápidamente. Entonces la madre de Zeus suspiró aliviada.
Salvó a su hijo, pero selló la profecía: en un día próximo, el último retoño de Cronos tomaría las armas para dar término al sombrío reinado de su padre, el dios del Tiempo, que se come a sus propios hijos. Y se instalaría para siempre en el trono del mundo.
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