“En el principio, era el Caos”, cuenta el poeta Hesíodo. Era el espacio abierto, la pura extensión ilimitada, el abismo.
Súbitamente, del Caos surgió la primera realidad sólida: Gaia o Gea, la Tierra (Tellus). Fue ella quien dio un sentido y un orden al Caos, al limitarlo, e instaló en él el suelo, escenario de la vida.
Después vino la Noche, la tiniebla profunda. Y debajo de la Tierra se constituyó el Erebo o Érebos (el crepúsculo), morada de las sombras.
Quedaba todavía, sobre Gaia, un espacio vacío. Para llenarlo, ella “creó un ser igual a sí misma, capaz de cubrirla por entero”. Por sí misma creó a Urano, el Cielo estrellado.
En soledad originó también a las Montañas y a Ponto, el Mar inquieto y profundo.
Como la Tierra -es decir, sin unirse a fuerza alguna-, la Noche engendró el Éter -luz que iluminaría a los dioses en las más altas regiones de la atmósfera- y el Día, claridad de los mortales que, en el espacio, se alterna con su madre para no cansarla.
Por ese entonces rondaba en el Caos el poderoso Eros, el Amor Universal. A partir de entonces ninguna fuerza podría engendrar nada sola.
Movida por Eros, Gaia se unió a Urano, su primogénito, engendrando con él muchos y muchos hijos. Una raza violenta pobló la Tierra y la animó con nuevas formas de vida.
(El escenario del mundo está listo. Los personajes se preparan para vivir su drama).